Allende, la señora Lucía y yo. Guillermo Tejeda
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Cuando los estudiantes franceses decidieron tomar París en mayo del 68, los jóvenes chilenos, para no ser menos, empezaron su tímida reforma universitaria: soplaban vientos de cambio. El Che Guevara emergía como un ídolo pagano decidido a crear dos, tres, muchos Vietnams, y en Chile se preparaban las elecciones del año 70. Armado de su suéter gris, una sonrisa tímida y unos anteojos como faros, Jaime Guzmán decidió hacerle frente a la revolución proletaria mundial. La CIA y la KGB, el amor libre y la protesta desembarcaron en la Alameda, atravesando las calles, casas y patios de los chilenos. La vida ya no volvería a ser la misma. Detrás de la historia más o menos oficial de un país están los miles o millones de historias de personas de carne y hueso. Ésta es una de ellas. Hay aquí el testimonio de un sobreviviente común y corriente que no fue ni héroe ni villano, sino sólo un testigo del derrumbe de la República.
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